jueves, diciembre 11, 2008

La Anunciación

Determinado estaba por infinitos siglos, pero escondido en el secreto
pecho de la Sabiduría eterna, el tiempo y hora conveniente en
que oportunamente se había de manifestar en la carne el gran sacramento
de piedad, justificado en el espíritu, predicado a los hombres,
declarado a los ángeles y creído en el mundo. Llegó, pues, la plenitud
de este tiempo, que hasta entonces, aunque lleno de profecías y promesas,
estaba muy vacío; porque le faltaba el lleno de María Santísima,
por cuya voluntad y consentimiento habían de tener todos los
siglos su complemento, que era el Verbo humanado, pasible y reparador.

Estaba predestinado este misterio antes de los siglos, para que en
ellos se ejecutase por mano de nuestra divina Doncella; y estando ella
en el mundo no se debía dilatar la redención humana y venida del
Unigénito del Padre: pues ya no andaría como de prestado en tabernáculos
o ajenas casas; mas viviría de asiento en su templo y casa
propia, edificada y enriquecida con sus mismas anticipadas expensas,
mejor que el templo de Salomón con las de su padre David.
En esta plenitud de tiempo prefinito determinó el Altísimo enviar
su Hijo unigénito al mundo. Y confiriendo (a nuestro modo de
entender y de hablar) los decretos de su eternidad con las profecías y
testificaciones hechas a los hombres desde el principio del mundo, y
todo esto con el estado y santidad a que había levantado a María Santísima,
juzgó convenía todo esto así para la exaltación de su santo
nombre, y que se manifestase a los santos ángeles la ejecución de esta
su eterna voluntad y decreto, y por ellos se comenzase a poner por
obra. Habló Su Majestad al santo arcángel Gabriel con aquella voz o
palabra que les intima su santa voluntad. Y aunque en el orden común
de ilustrar Dios a sus divinos espíritus es comenzar por los superiores,
y que aquellos purifiquen e iluminen a los inferiores por su orden
hasta llegar a los últimos, manifestando unos a otros lo que Dios reveló
a los primeros; pero en esta ocasión no fue así, porque inmediatamente
recibió este santo Arcángel del mismo Señor la embajada.
A la insinuación de la voluntad divina estuvo presto San Gabriel,
como a los pies del trono, y atento al ser inmutable del Altísimo; y Su
Majestad por sí le mandó y declaró la legacía que había de hacer a
María, y las mismas palabras con que la había de saludar y hablar: de
manera que su primer autor fue el mismo Dios, que las formó en su
mente divina, y de allí pasaron al Arcángel, y por él a María purísima.
Reveló junto con estas palabras el Señor muchos y ocultos sacramentos
de la Encarnación al príncipe Gabriel: y la Santísima Trinidad le
mandó fuese y anunciase a la divina Doncella cómo la elegía entre las
mujeres para que fuese Madre del Verbo eterno, y en su virginal vientre
le concibiese por obra del Espíritu Santo, y quedando ella siempre
virgen; y todo lo demás que el paraninfo divino había de manifestar y
hablar con su Reina.
Obedeciendo con especial gozo el soberano príncipe Gabriel al
divino mandato, descendió del supremo cielo, acompañado de muchos
millares de ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible. La
de este Príncipe y legado era como de un mancebo elegantísimo y de
rara belleza; su rostro tenía refulgente y despedía muchos rayos de
resplandor; su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las
acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces, y todo él
representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles
de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella
forma. Llevaba diadema de singular resplandor, y sus vestiduras rozagantes
descubrían varios colores, pero todos refulgentes y brillantes; y
en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que descubría
el misterio de la Encarnación, a que se encaminaba su embajada, y
todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la
Reina.
Todo este celestial ejército con su cabeza y príncipe San Gabriel
encaminó su vuelo a Nazareth, ciudad de la provincia de Galilea, y a
la morada de María Santísima, que era una casa humilde, y su retrete
un estrecho aposento desnudo de los adornos que usa el mundo para
desmentir sus vilezas y desnudez de mayores bienes. Era la divina
Señora en esta ocasión de edad de catorce años, seis meses y diez y
siete días: porque cumplió los años a 8 de Septiembre, y los seis meses
y diez y siete días corrían desde aquel hasta en que se obró el mayor
de los misterios.
La persona de esta divina Reina era dispuesta y de más altura
que la común de aquella edad en otras mujeres; pero muy elegante del
cuerpo con suma proporción y perfección, el rostro más largo que redondo,
pero gracioso, y no flaco ni grueso; el color claro y tantico moreno,
la frente espaciosa con proporción, las cejas en arcos perfectísimas,
los ojos grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y
columbino agrado, el color entre negro y verde obscuro; la nariz seguida
y perfecta, la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo
delgados ni gruesos; y toda ella en estos dones de naturaleza era tan
proporcionada y hermosa, que ninguna otra criatura humana lo fue
tanto. El mirarla causaba a un mismo tiempo alegría y reverencia,
afición y temor reverencial: atraía el corazón y le detenía en una veneración
suave; movía para alabarla, y enmudecía su grandeza y muchas
gracias y perfecciones: y causaba en todos divinos efectos que no se
pueden fácilmente explicar; pero llenaba el corazón de celestiales influjos
y movimientos que encaminaban a Dios.
Su vestidura era humilde, pobre y limpia, de color plateado, obscuro
o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesta y aliñado sin
curiosidad, pero con suma modestia y honestidad. Cuando se acercaba
la embajada del cielo (ignorándolo ella) estaba en altísima contemplación
sobre los misterios que habla renovado el Señor en ella con tan
repetidos favores.
Al tiempo de descender a sus virginales entrañas el Unigénito
del Padre, se conmovieron los cielos y todas las criaturas. Y por la
unión inseparable de las tres divinas Personas, bajaron todas con la
del Verbo, que sólo había de encarnar. Y con el Señor y Dios de los
ejércitos salieron todos los de la celestial milicia, llenos de invencible
fortaleza y resplandor. Y aunque no era necesario despejar el camino,
porque la Divinidad lo llena todo y está en todo lugar y nada le puede
estorbar; con todo eso, respetando, los cielos materiales a su mismo
Criador, le hicieron reverencia, y se abrieron y dividieron todos once
con los elementos inferiores: las estrellas se innovaron en su luz, la
luna y sol con los demás planetas apresuraron el curso al obsequio de
su Hacedor, para estar presentes a la mayor de sus obras y maravillas.
En las demás criaturas hubo también su renovación y mudanza.
Las aves se movieron con cantos y alborozo extraordinario; las plantas
y los árboles se mejoraron en sus frutos y fragancia, y respectivamente
todas las demás criaturas sintieron o recibieron alguna oculta vivificación
y mudanza. Pero quien la recibió mayor fueron los Padres y santos
que estaban en el limbo, adonde fue enviado el arcángel San Miguel
para que les diese tan alegres nuevas, y con ellas los consoló y
dejó llenos de júbilo y nuevas alabanzas. Sólo para el infierno hubo
nuevo pesar y dolor; porque al descender el Verbo eterno de las alturas
sintieron los demonios una fuerza impetuosa del poder divino, que les
sobrevino como las olas del mar, y dio con todos ellos en lo más profundo
de aquellas cavernas tenebrosas, sin poderlo resistir ni levantarse.
Para ejecutar el Altísimo este misterio entró el santo arcángel
Gabriel en el retrete donde estaba orando María Santísima, acompañado
de innumerables ángeles en forma humana visible, y respectivamente
todos refulgentes con incomparable hermosura. Era jueves a las
siete de la tarde, al obscurecer la noche.
Vióle la divina Princesa, y miróle con suma modestia y templanza,
no más de lo que bastaba para reconocerle por ángel del Señor.
Saludó el santo Arcángel a nuestra Reina y suya, y la dijo: Ave,
gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus. Turbóse sin
alteración la más humilde de las criaturas oyendo esta nueva salutación del ángel. Y la turbación tuvo en ella dos causas: la una, su profunda
humildad con que se reputaba por inferior a todos los mortales,
y oyendo, al mismo tiempo que juzgaba de sí tan bajamente, saludarla
y llamarla bendita entre todas las mujeres, le causó novedad. La segunda
causa fue que al mismo tiempo, cuando oyó la salutación y la
confería en su pecho como la iba oyendo, tuvo inteligencia del Señor
que la elegía para Madre suya, y esto la turbó mucho más, por el concepto
que de si tenía formado. Y por esta turbación prosiguió el ángel
declarándole el orden del Señor y diciéndola: No temas, María, porque
hallaste gracia en el Señor: advierte que concebirás un hijo en tu
vientre, y le parirás, y le pondrás por nombre Jesús; será grande, y
será llamado Hijo del Altísimo.
Sola nuestra humilde Reina pudo dar la ponderación y magnificencia
debida a tan nuevo y singular sacramento: y como conoció su
grandeza, dignamente se admiró y turbó. Pero convirtió su corazón al
Señor, que no podía negarle sus peticiones, y en su secreto le pidió
nueva luz y asistencia para gobernarse en tan arduo negocio; porque la
dejó el Altísimo para obrar este misterio en el, estado común de la fe,
esperanza y caridad, suspendiendo otros géneros de favores y elevaciones
interiores que frecuente o continuamente recibía. En esta disposición
replicó y dijo a San Gabriel lo que refiere San Lucas:¿Cómo ha
de ser esto de concebir y parir hijo, porque ni conozco varón ni lo
puedo conocer? Al mismo tiempo representaba en su interior al Señor
el voto de castidad que había hecho, y el desposorio que Su Majestad
habla celebrado, con ella. Respondióla el santo príncipe Gabriel: Señora,
sin conocer varón, es fácil al poder divino haceros madre.
Consideró y penetró profundamente esta gran Señora el campo
tan espacioso de la dignidad de Madre de Dios para comprarle con un
fiat: vistióse de fortaleza más que humana, y gustó y vio cuán buena
era la negociación y comercio de la Divinidad. Entendió las sendas de
sus ocultos beneficios, adornóse de fortaleza y hermosura. Y habiendo
conferido consigo misma y con el paraninfo celestial Gabriel la grandeza
de tan altos y divinos sacramentos; estando muy capaz de la em
bajada que recibía, fue su purísimo espíritu absorto y elevado en admiración,reverencia y sumo intensísimo amor del mismo Dios: y con la
fuerza de estos movimientos y afectos soberanos, como con efecto
connatural de ellos, fue su casto corazón casi prensado y comprimido
con una fuerza que le hizo destilar tres gotas de su purísima sangre, y
puestas en el natural lugar para la concepción del cuerpo de Cristo
Señor nuestro, fue formado de ellas por la virtud del divino y santo
Espíritu; de suerte que la materia de que se fabricó la humanidad del
Verbo para nuestra redención, la dio y administró el corazón de María
a fuerza de amor, real y verdaderamente. Y al mismo tiempo, con
humildad nunca; harto encarecida, inclinando un poco la cabeza y
juntas las manos, pronunció aquellas palabras que fueron el principio
de nuestra reparación: Ecce ancilla Domini, fiati mihi secundum verbum
tuum.

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